“Mientras en un país haya niños trabajando y adultos sin trabajo, la organización de ese país es una mierda”
“El rico debe querer al pobre y el pobre debe querer al rico porque sino todo es odio”
“Si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra”
“Ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres”
A. Monterroso
Unas palabras de Monterroso, que creo casan muy bien con el cuento.
LA ALFOMBRA MARAVILLOSA
A PAREJA CONTEMPLÓ LA DESLUMBRANTE alfombra una vez instalada en el salón, y les pareció tan bella como en la tienda. Era una hermosa alfombra de seda donde el azul central parecía un trozo de cielo límpido en un día soleado mientras que, dándole la vuelta, desde el lado opuesto, el azul reflejaba esa coloración misteriosa de las profundidades marinas.
La pareja no sabía quién había tejido aquella alfombra en un país del Próximo Oriente, e ignoraba que sus doce metros cuadrados de nudos de seda, entramados con solidez, habían sido guiados por las manos hábiles de Marien Bint al-Jeda durante casi dos años, hasta completar la extensión de la alfombra. Había empezado cuando tenía once años, y la terminó cuando estaba a punto de cumplir los trece.
Marien Bint al-Jeda comenzó a trabajar en la fábrica de alfombras a los seis años de edad, y se inició haciendo recados, llevando los ovillos de lana o de seda a las tejedoras mayores, practicando en las alfombras pequeñas. Cuando el maestro del taller advirtió sus extraordinarias habilidades, pronto le encomendó tareas de mayor responsabilidad, hasta que a los once años le encargó que tejiera aquella maravillosa alfombra.
Fue un orgullo para ella, y aunque el horario era muy estricto —diez horas diarias, comenzaba a poco de amanecer y terminaba cuando, según el Corán, no podía distinguirse un hilo blanco de otro negro—, el cansancio de las duras jornadas no le impedía gozar de la responsabilidad que le habían encomendado.
A poco de iniciar el tejido de la alfombra, su padre la vendió en matrimonio a un vecino de casi cincuenta años, que gozaba de una posición más desahogada que la de su familia, pero nada cambió en su vida, porque continuó yendo a la fábrica de alfombras, y su sueldo, que antes cobraba su padre, lo cobraba ahora su marido. Sí se hizo más incómodo el regreso a casa, sobre todo las atenciones sexuales que Marien debía dedicarle a su marido y de las que ella apenas extraía ningún placer, porque Marien —como otras niñas de la aldea— había sufrido a los dos años de edad la ablación del clítoris. Algunas noches, la niña de once años, rendida por el cansancio y el sueño, era despertada por su esposo y tenía que prestarse a sus requerimientos.
Casi podía decirse que los azules de la alfombra, los maravillosos azules que tenían una u otra tonalidad, según el peinado del suave pelo de seda, eran su única satisfacción.
A LOS DOCE AÑOS, CUANDO YA HABÍA TEJIDO LA MITAD DE la alfombra, dio a luz un niño muerto, y ningún otro acontecimiento singular ocurrió hasta que concluyó lo que bien podría denominarse la obra de su vida.
A las pocas semanas el maestro del taller le llamó la atención porque se había confundido en unos sencillos nudos, y poco después ordenó su expulsión: se había dado cuenta de que Marien se estaba quedando ciega.
Su marido la repudió y tuvo que dedicarse a la mendicidad. Murió al poco de cumplir los catorce años, al caerse por un barranco, yendo de una a otra aldea. Y allí quedó su cuerpo cara al cielo azul, tan azul como el azul de la alfombra que resplandecía, maravillosa, en medio de un lujoso salón.
Luis del Val/Cuentos de medianoche