"Imaginen que tuviéramos entre nuestros personajes a una individua llamada Alcalá Palace o a otra conocida como Pensión Ballesta. Cada una según el 'background' familiar".
LA NOCHE EN QUE llegué al Café Gijón, lo que esperaba a mis gloriosos diecisiete años era ver sentado en una mesa al autor de La noche en que llegué al Café Gijón. Había venido yo de muy lejos, tan lejos como de un barrio de Madrid en el que el centro de la ciudad era tan ajeno como pudiera serlo entonces para un jienense aspirante a escritor la capital misma.
La periferia del centro es lo más lejano que hay en el mundo, es la Antártida, el terreno inexplorado por el que nadie se pierde a no ser que viva allí, y allí, en ese microcosmos de ladrillo y descampado, yo soñaba con cumplir los diecisiete y pedir permiso para salir una noche, coger el 20, que, más que autobús, era la máquina del tiempo de Verne; llegar a ese café como llegó el otro y verlo escribir envuelto en la bufanda blanca, la melena y los ojos remotos del miope; verlo beber y marcharse llevando del brazo a una señorita que al año se transformaría en personaje de novela bajo una inicial misteriosa: M.
Yo quería ser el escritor y la M, el novelista y la musa, el literato y la seducida. Pero no vi a quien esperaba ver aquella noche en que llegué al Café Gijón, lo más cerca que estuve de catar la gloria fue al ver a un individuo que iba disfrazado de Umbral y era escritor sin libros, arrogante sin obra, ególatra sin recompensa y que intentaba, sólo por el hecho de llevar puesto el disfraz de literato, echar el anzuelo y que picaran las truchas. Y para nada. Menudas son las truchas. Las truchas distinguen el original de la falsificación. A no ser que sean truchas de piscifactoría, y permítanme la vanidad, no es mi caso. Lo que yo hice esa noche, tomar el 20 y seguir la llamada de un deseo envuelto en veleidades literarias, no es sólo cosa de niñas de diecisiete. Volver a los diecisiete es bien frecuente.
La gente suele preparar sus excursiones de acuerdo con deseos provocados por el cine, la literatura o la música. El problema es que todo eso tiene ya un merchandising. No hay guía de viajes que no señale el bar donde puedes encontrar a Paul Auster o la discoteca en la que verás a Paris Hilton, que tiene sin duda su interés antropológico, no crean: es la multimillonaria más tonta del planeta, lo cual tiene mérito habiendo tan reñida competencia. Para empezar, con el padre que le concedió ese nombre, Paris Hilton, en entrañable homenaje a uno de sus hoteles. Imaginen que tuviéramos entre nuestros personajes a una individua llamada Alcalá Palace o a otra conocida como Pensión Ballesta. Cada una según el background familiar. Pero las promesas de las guías son hoy sólo reclamos para soñadores.
Para lo único que sirve que la guía Zagat diga que en el restaurante Elaine's uno encontrará cenando a Woody Allen es para que todo español con posibles vaya a Elaine's y se deje una pasta por una pasta que, como casi todas las pastas, no merece ser tan cara como la venden. También puedes optar por pagar otra pasta por ver tocar el clarinete al dios español, Woody, en el hotel Carlyle, pero es tan absurdamente caro pagar cuarenta mil pelas por escuchar a un músico aficionado en una ciudad que brilla de músicos maravillosos, que el espectáculo allenesco se ha acabado convirtiendo en cosa de ricos muy mitómanos y poco melómanos. No hay guía en la que no aparezcan los restaurantes de famosos a los que imaginamos en la mesita del rincón como si estuvieran en el salón de su casa. Pero no. Para empezar, los famosos usan su nombre como reclamo en restaurantes carísimos en los que jamás encontrarás mesa a no ser que seas famoso también o que llames con tres meses de adelanto, lo cual es una horterada. Ningún restaurante se merece tanta papanatería. Nuestros ídolos nunca están donde dicen que están. Ni en Elaine's ni en el Tribeca Grill.
Mi amigo el actor Pau Durá llegó a Nueva York y a los cinco minutos vio desde el taxi a quien tantas veces había visto en sueños: un tío vestido de Woody Allen y que era Woody Allen paseando por Park Avenue. Le gritó al taxista aquello que todos soñamos con gritarle alguna vez a un taxista: "¡Siga a ese tipo!", pero desesperado ante la posibilidad de perder a Dios hecho hombre, bajó del taxi y echó a correr, en una persecución muy al estilo woodyallenesco, como cuando Allen perseguía a Mariel Hemingway en Manhattan. Cuando finalmente mi amigo el actor-cinéfilo lo cazó, le pidió, casi sin aliento, la foto que todo actor español quisiera colgar entre sus fotos artísticas. Y ahí tiene la foto, para sus niños, para sus nietos, para su altarcillo de sueños. Lo extraordinario del asunto es que yo tengo otra con el cómico. La conseguí en el lugar de Nueva York en el que con toda seguridad vas a encontrarte con la mayor cantidad de famosos por metro cuadrado: el Museo de Cera de Madame Tussaud. El museo es tan estúpidamente caro como Elaine's o como Nobu (el japonés de De Niro), pero al menos no te vas de vacío, y les aseguro que el resultado en la cámara digital es prodigioso; tanto, que si comparas la foto de Durá y la mía, es en la suya en la que Woody parece de cera. Esto me ha hecho acariciar una idea que quiero venderle al alcalde Bloomberg: llenar las calles de Manhattan con esculturas de cera: Scorsese en Little Italy, De Niro en Tribeca, Auster en Brooklyn. Todos ellos más parecidos a sí mismos que ellos mismos. Todos ellos libres de la cruz que todo artista lleva dentro, la posibilidad de decepcionar. Cuántas veces no se ha oído la frase: "Preferiría no haberlo conocido, menudo gilipollas...".
Paris Hilton. Elvira Lindo 11/03/2007
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