Una serpiente no te va a querer por mucho que la acaricies: su cerebro sólo atiende a la sed, al hambre, al sexo y al sentido de la orientación, que son los instintos primarios de la supervivencia. En cambio tu perro, apenas te ve, muestra su alegría moviendo el rabo y excitado por el miedo o la rabia ladra a quien no conoce, porque su cerebro ha alcanzado ya la fase evolutiva de las emociones.
El sustrato fundamental de las personas antes de llegar al uso de razón está abastecido por esos dos cerebros todavía activos que llevamos incorporados bajo el cortex, donde radica el intelecto: el cerebro ciego del reptil y el llamado límbico de los mamíferos superiores. Sólo así se explica que un científico de biología molecular se desgañite insultando al arbitro en el fútbol con ladridos de perro y vuelva luego al laboratorio a investigar con paciente sosiego sobre el ADN de la mosca del vinagre; o que un catedrático de lógica matemática se vista de nazareno en Semana Santa y cargue con la peana de la Virgen Dolorosa; o que Jack el Destripador se deshiciera en lágrimas cuando murió su gato.
Sabemos llegar al bar de la esquina porque usamos todavía el cerebro del reptil que fuimos un día: amparamos ferozmente a nuestras crias, adoramos a Dios, amamos a la patria, tememos al poder, defendemos nuestro territorio, nos enamoramos perdidamente, nos emocionamos ante los colores de la bandera o de la camiseta de nuestro equipo, guiados por nuestro cerebro límbico, que sólo libera pasiones más o menos primitivas. No hay más que ver cómo ladran con furia o mueven el rabo algunos perros en medio de la vida pública, con qué gusto culebrean algunas serpientes entre los conceptos pantanosos de familia, nación, lengua y territorio, excitando los instintos primarios de los ciudadanos, para darse cuenta de que gran parte de la política española, lejos de haberse instalado en el cortex del cerebro, se mueve todavía en la fase preliminar a la razón.
Algo de esto intuía Maquiavelo cuando en sus consejos al Príncipe dijo que hay tres clases de cerebros: el que discierne por sí mismo, el que sólo entiende lo que otros disciernen y el que no discierne ni entiende nada. Esta tercera clase de cerebro, que Maquiavelo califica de inútil y que puebla infinidad de cráneos, es el que algunos políticos alimentan con conceptos sagrados y viscosos, mediante un juego sucio, para excitarlos y extraer de ellos sólo emociones primarias de mamíferos superiores con el único fin de sacar votos.
Manuel Vicent el País 5-2-06
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