"Carta al Director publicada hoy en el País, de Rafael Sánchez Ferlosio, contestando a un anterior
En vez de despachar a la Iglesia católica con un sarcasmo barato ("que vive sobre todo de la gestión de bautizos, bodas y entierros"), bien podría haber criticado lo verdaderamente resonante de su intervención en la cuestión de las leyes estatales para nuevos matrimonios: el intento de incoar entre los católicos con atribuciones administrativas concernientes al caso (alcaldes, etcétera) una especie de "objeción de conciencia obligatoria". Ya sé que "obligatoria" implicaría aquí una contradictio in adjecto, y lo pongo en cursiva -o sea con reservas- para no ser arbitrario, porque la jerga eclesiástica se ha vuelto hoy tan viscosamente equívoca que, en lugar de "decir", "deja caer". Antaño, por lo menos, cuando el populismo no lo había llevado del todo hasta la afasia, el lenguaje de la Iglesia hacía gala de hermosas distinciones, como aquellas que especificaba si una opción determinada era "de precepto" o era "de consejo". Me parece que la idea de "objeción de conciencia" connota más bien una opción "de consejo", que en nuestro caso podría formularse así: "No prohíbo a los alcaldes católicos que ejerzan la función legal de administrar el matrimonio civil entre personas del mismo sexo (que, por lo demás, para la Iglesia es nulo y ninguno como cualquier otro matrimonio civil), tan sólo quiero, paternalmente, advertirles de lo imprudente y hasta peligroso que el hacer extensivas sus atribuciones administrativas a semejante práctica podría resultar para sus conciencias, la salvación de sus almas y la ejemplaridad entre los creyentes". Si la opción fuese, en cambio "de precepto", comportaría, a mi entender, una prohibición moral cruda y desnuda -cuya infracción sería, sin más, pecado-, y, en modo alguno, podría ser objeto de un trance como el que suele llamarse "objeción de conciencia", al menos en el significado y el sentido en que yo intento interpretar todo el asunto, pues, por muy gratamente que resuene en cualquier buen oído castellano la pareja de términos "de precepto" y "de consejo", su contraposición conceptual no deja de adolecer, llevada al límite, de un toque de la tradicional y venerable logomaquia fundacional del cristianismo.Comoquiera que sea, Fernando Savater -cuyo artículo El exceso moral (EL PAÍS, 27-6-2005) es el objeto de esta carta-, tan contumaz apasionado de "la sociedad laica de garantías y libertades", bien podría haberse acordado de mejores tiempos, en los que nada menos que la Iglesia dogmática anticipaba argumentos válidos contra la actitud de la actual Iglesia del populismo publicitario. Así, del memorable pasaje de la Summa theologica (Secunda secundae, Quaest. X, Art. X), en las cuatro frases que empiezan: 1. "Alio modo possumus...", 2. "Ubi considerandum...", 3. "Ius autem diuinum..." y 4. "Ideo distinctio...", donde Santo Tomás de Aquino prefiguraba ya la separación de la Iglesia y el Estado; o, más ceñidamente a nuestro asunto, de Francisco de Vitoria, cuando admite que la deontología contractual prevalezca sobre la conciencia moral del funcionario y nada menos que con el ejemplo del verdugo: "No puede admitirse que si el verdugo duda de la justicia de la sentencia del juez dude también de si le es lícito ejecutarla, sino que, por el contrario, está obligado a hacerlo". A mí no me entusiasma la "sociedad contractual", porque la subordinación de la conciencia personal a la deontología comporta una evidente capitidisminución moral de los sujetos, pero hay que entender los motivos de Vitoria, porque el ejemplo del verdugo está puesto para discurrir sobre el deber moral de los soldados -o sea sobre lo primero que hoy se ha llamado "objeción de conciencia"-, y su buen deseo no era probablemente otro que el de aliviar las conciencias de tantos infelices como los que en su tiempo se veían obligados a tomar las armas. Sea como fuere, Vitoria se anticipaba, respecto del Estado, a la pintoresca fórmula últimamente ofrecida por el nuevo Papa: el "sano laicismo". No menos pintoresco resulta que a las derechas españolas les hayan fallado de pronto y simultáneamente sus dos máximos mentores: el Vaticano y la Casa Blanca; el primero con la dicha recomendación, y la segunda con la revelación de que lleva algún tiempo "hablando con terroristas". ¡Qué horror, querido Fernando!