Las más difíciles historias de amor son las historias de amor conyugal. Es muy fácil vivir una relación amorosa inolvidable si esa historia dura poco y transcurre en algún país lejano, sin testigos incómodos ni paisajes rutinarios que la ensucien. Es muy fácil una historia de amor en una habitación de hotel de una ciudad que apenas conocemos.
Pero lo endiablado, lo casi imposible, es vivir una larga historia de amor que esté sometida al tedio de la vida familiar y que transcurra siempre entre las mismas paredes, una historia de amor que tenga que sobrevivir al lento deterioro de la convivencia diaria, una historia de amor que perdure entre las peleas de los niños y las facturas que nadie sabe muy bien cómo se van a pagar. Y más difícil aún es que esa historia de amor resista la muerte del primer hijo cuando éste sólo tenía tres años. Si ocurre algo así, nadie suele aceptar que le ha tocado sufrir la peor desgracia que nos puede suceder.
Los sucesos trágicos que tienen culpables, o cuando menos un lejano responsable, parecen obedecer a una causa lógica y no a un simple capricho cruel de la fatalidad, y por eso nos tranquiliza o como mínimo nos consuela buscar a ese culpable. En cambio, los sucesos trágicos que no tienen un culpable aparente nos dejan sumidos en una furiosa desesperación. Eso explica que cada uno de los miembros de una pareja, destrozado por el dolor de la muerte de un hijo, empiece a culpar al otro de haber posibilitado de alguna manera aquella muerte. Por supuesto que es una reacción absurda e irracional, pero también comprensible.
El filósofo Julián Marías enviudó en 1977 y...
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