domingo, abril 24, 2005

LOS INCURABLES CURAS

La obsesión por el sexo de la Iglesia católica es un rasgo de identidad que, visto desde el lado de quienes no hacemos ni caso de sus prédicas, resulta a veces hasta conmovedor... siempre, naturalmente, que los legisladores y demás autoridades civiles no se dejen persuadir por su insistencia. ¡ Qué fijación tienen con la fisiología genital, cuánta energía dialéctica derrochan en perseguir los espasmos ajenos (supongo que también a veces para culpabilizarse de los propios), qué empeño en reinventar frenos para condenar el desenfreno y anatematizar goces a los que sólo refuerzan convirtiendo en pecaminosos! A veces lamenta uno la decadencia de una Iglesia que tanto ha hecho por convertir en apasionantes desafíos teológicos unos cuantos pellizcos y tales o cuales lametones.

Han perpetuado el morbo de lo que, ay, demasiado pronto tiende a convertirse en rutina.
Aún recuerdo el arrobo de un amigo que mantuvo un tórrido romance con una bella bostoniana de estricta observancia católica. Cuando yo le envidiaba sin disimulo a la estupenda muchacha, el afortunado me respondía:” ¡ Y lo mejor de todo es que, cuando lo hacemos, cree que está pecando mortalmente!”. En verdad, ya no quedan apenas chicas así.

Lo malo de esta estimulante perspectiva, en cambio, es el afán eclesial por interferir en la promulgación de ciertas pautas higiénicas y legales que coadyuvan a que la autonomía sexual de las personas no se vea penalizada por las consecuencias miserables de la ignorancia y del prejuicio. Hace algún tiempo, por ejemplo, a un obispo navarro le dio por predicar contra una inocente campaña del gobierno foral( de tono festivo) para promover el uso del preservativo entre los jóvenes con miras a evitar la propagación del sida. Monseñor proclamaba que los anuncios reforzaban la tendencia deletérea al hedonismo de los jóvenes(¡ como si los jóvenes de una época y un país no represivo necesitasen estímulos para simpatizar con el hedonismo, al menos en cuestión erótica!) e insistía en las virtudes de la continencia y de la fidelidad a la pareja como los mejores remedios contra la triste plaga venérea. Desde luego, sostener que una enfermedad de transmisión sexual se evita no teniendo relaciones sexuales es algo tan irrefutable y práctico como decir que el mejor remedio contra los accidentes de tráfico es viajar siempre en tren. El problema es qué deben hacer los que quieren ir en coche. Lo de la fidelidad, en cambio, se presta a más dudas: ¿ Cómo se supone que deben arreglárselas, por ejemplo, aquellas personas cuya pareja tiene sida o quienes desean formar pareja con alguien aquejado de tal virus? Misterio eclesial.

La desaforada campaña episcopal contra la ampliación de la ley del aborto resulta también poco simpática. Si los curas creyesen en la fuerza de lo que predican, deberían limitarse a señalar a sus feligreses que abortar es un gravísimo pecado que en su día será castigado por la divinidad encargada de tal ministerio. Pero por lo visto desconfían de la eficacia de tan trascendente amenaza y se empeñan en que sean las leyes humanas las que persigan a los y sobre todo las culpables de ese delito. Para argumentarlo, homologan el aborto y el infanticidio, cuando precisamente el primero suele ser el último remedio para prevenir el segundo y también esas otras formas infanticidas que son el abandono de los niños, su maltrato, su desnutrición física o afectiva, la falta de atención educativa, etcétera.

Que el aborto es algo a evitar está claro, y no conozco mujer alguna que piense de otro modo; pero que deba ser condenado por la ley cualesquiera que sean las circunstancias médicas, psíquicas o sociales es algo que sólo se le puede ocurrir a un gremio trastornado por su afán no de amar, sino de controlar al prójimo. Fernando Sabater

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