jueves, abril 21, 2005

Los libros como síntoma

Arbitristas se llamaba en el tiempo barroco a sesudos varones que escribían libros sobre las desdichas del malgobierno, y proponían soluciones para salir de un tal estado de cosas y alcanzar la felicidad pública.

Hace ciento cincuenta años, Sören Kierkegaard, que ya se esperaba cualquier cosa del devenir hegeliano -con perdón del señor Hegel- en que se había embarcado la historia a la europea, manejaba como un hipótesis risible que algún día los Estados iban a exigir que hubiera un poeta por cada mil habitantes, con lo que lógicamente se acabaría la poesía, o, por lo menos, su manifestación externa. Pero el caso es que en nuestras culturas de manufactura y denominación de origen -terrícola y político, desde luego-, eso y mucho más es ya una realidad.

Digamos, sin ir más allá, que, desde luego, hay bastante más que un arbitrista por cada mil habitantes, y hasta quizás más de uno por cada cien. No se trata exactamente de arbitristas, pero los vamos a llamar así, para entendernos. Arbitristas se llamaba en el tiempo barroco a sesudos varones que escribían libros sobre las desdichas del malgobierno, y proponían soluciones para salir de un tal estado de cosas y alcanzar la felicidad pública, y hacían con frecuencia todo eso en una prosa muy trabajada.Estas soluciones eran a veces tan complicadas como los inventos del TBO, y, otras, tan simples que parecía mentira que no se le hubieran ocurrido a nadie y que no se hubiesen aplicado desde el principio del mundo. Sobre todo, porque los críticos, dialécticos y revolucionarios, en que se convirtieron los arbitristas, tendían a llevar a la práctica sus soluciones; y se multiplicaron enormemente a cuenta de haberse tomado en serio dos afirmaciones algo exageradas.

A saber, que todos tenemos derecho a pensar lo que queramos, sin tener en cuenta que pensamos inevitablemente solo lo que podemos; y la otra afirmación de que lo mismo da pensar una cosa que otra, y todas ellas son respetables. Esto es, que lo mismo da lo que dice Julio César que lo que dice Julián Cerezas, como comentaba don Antonio Machado, creyendo que hacía un chiste, y a nadie se le podía ocurrir una cosa así. Pero, ¿cuán descaminado estaba éste, tanto como Sören Kierkegaard, por su parte, en sus previsiones de lo que siempre sería absurdo! Porque no solamente es ya que estudiar, algo siempre tan duro, se haya convertido en actividad de juego -lúdica o lúdrica que queda más bonito e interesante-, sino que cada uno de nosotros podemos leer cualquier cosa, lo mismo da que sea la teoría de los quanta que Harry Potter. Porque también estas dos producciones culturales son lo mismo, naturalmente, porque no vamos a hacer distinciones en una democracia avanzada y moderna, de dejos derridianos, en la que hasta las costuras de un vestido deben aparecer de algún modo al exterior, porque sería discriminatorio que no se viesen en la hechura ya acabada.

El caso es que, en el pasado, quienes no tenían la posibilidad de leer se sentían llenos de pesar por no poder saber lo que decían los libros; y, en el oscuro medioevo, Renato de Anjou ordenó guardar los libros de palacio en un armario para que, cuando los hombres olvidasen el oír verdad -algo que sucede con frecuencia- ellos pudieran decirla.

Es ahora cuando una total indiferencia e inapetencia de ellos obliga a hacer hasta campañas para suscitar el apetito de leerlos, como el médico receta algo para abrir el apetito de comer. Sólo que está muy claro que la inapetencia es sólo un síntoma. Así que, aunque se lograsen nueve lectores cada diez habitantes, no va a solucionarse nada, sino que ocurrirá lo que con un poeta cada mil, o la igualdad entre Julio César y Julián Cerezas. Es la enfermedad social de la destrucción de la cultura lo que es grave. La indiferencia por los libros es mero síntoma, olfato juvenil del mal profundo.

José Jiménez Lozano

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