Potenciales compradores curiosean los libros de la vigesimoprimera edición de la Feria del Libro Viejo. |
Lo primero es el olor. Fuerte pero sutil. Olor charlatán, dulce y viejo. Eso que Süskind (ya que esto va de libros) llamaría "el perfume". Luego viene el tacto. Áspero o muy suave; sensual en cualquier caso. Después llega la vista, recorriendo una amplia gama de colores, que se reinventan en cada una de las tapas, metáforas como puertas que se abren. Lo siguiente es un reto a la imaginación, un título en letras grandes, que susurra mil historias posibles. Y es entonces cuando, casi imperceptible, se escucha la música. La del roce de las páginas. Por fin, con un libro viejo y abierto entre las manos, sólo queda dejarse convencer por el primer párrafo (hay quien prefiere la última frase) para convertirse en su dueño.
Y, poco a poco, el paseo se va llenando de poesía. Una muchacha sujeta con una mano su bicicleta y con la otra, pasa las páginas de una guía de viajes a 15 euros. Un hombre entrado en años los pierde de pronto frente a una reedición moderna de la Enciclopedia de Álvarez. Un joven se ríe con Quevedo de las 'Gracias y desgracias del ojo del culo'. Una señora se siente un pelín más vieja al ver las antiguas revistas de 'Blanco y Negro'. Un adolescente descubre a Bukowsky. Un intelectual se adjudica el Corán por 10 euros. Una pareja de ancianos escudriña unos periódicos de la Segunda Guerra Mundial. Alguna jovenzuela se enamora desesperadamente de Neruda. Un historiador ya licenciado encuentra aquel ejemplar de Sumeria de Alborg que se pasó buscando toda la carrera. Una mujer le regala a su sobrino alguna aventura de 'Los Cinco', como alguien alguna vez hizo con ella. [ + ]
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